viernes, 25 de abril de 2008

La plaza del diamante



Él estaba ahí, solo, lanzando destellos desde la fuente a todas esas parejas que pasaban por la plaza. No es que se sintiera especialmente solo pero necesitaba a sus dueños, ya era hora de que alguien le sacara de la fuente. Alguien que depositara sus esperanzas y su futuro en él; porque por eso había sido creado, para satisfacer.

Los destellos de sol de ese día de primavera le arrancaban reflejos azules y dorados a su superficie y le encantaba, lo hacía ver más hermoso. De pronto, vio a una pareja muy joven cerca y notó las vibraciones del sentimiento que les unía. La chica era joven con el pelo rojo cobre y los ojos pintados de un color que no era el de ella y el chico podía ser un poco más mayor, moreno y con tres pendientes en la oreja izquierda. Parecían hechos el uno para el otro y cuando la chica inclinó la cabeza, apoyándose en la barandilla de la fuente, para verle de más cerca, él creyó que eran sus amos y que se lo iban a llevar a casa… pero no. Ella lo miró todo lo cerca que pudo sin mojarse y él pudo comprobar que la pareja carecía de chispa. Se apoyaron en la barandilla, se besaron y se fueron.

Por un momento dejó de brillar pensando que nunca encontraría a sus dueños. Es muy posible, se dijo él, mis dueños tienen que ser muy especiales: han de tener la chispa en los ojos, la sonrisa en los labios y las mejillas encendidas como si ya fuera verano. Suspiró, pensando que volvería a tener un día especialmente largo.

Al cabo de dos horas reconoció a un hermano. Lo vio de lejos entre las ropas de esa mujer de pelo cano y con algunas arrugas en el rostro. Su hermano parecía feliz con esa pareja por la forma en la que brillaba y disfrutaba al ver a sus dueños de la mano fuertemente cogidos. Cuando lo reconoció le lanzó un destello de saludo y él le correspondió con otro. Vio como paseaban por la plaza, comentando que hacía ese niño o el aspecto de ese otro joven, y contempló con asombro que su hermano había sobrevivido a los años y a la madurez y que aún continuaba brillando en cada sonrisa. Sintió envidia y quiso ser tan resistente como él, pero sabía que no todo dependía de él, de hecho no dependía casi nada, sino de que la pareja estuviera unida por otros lazos que no fueran físicos.

Cuando se volvió a quedar solo, los rayos de sol lo iluminaban todo con esplendor, ya que era mediodía y le recordaron a esa pareja de jóvenes que pese a que ahora brillaban con fuerza lo único que les quedaba, al final, es caer como se pone el sol. Y sintió tristeza porque él sabía, por propia experiencia, lo que era la soledad.

La plaza quedó vacía en un momento y él dedujo que era la hora de comer. Ese era el momento en que acostumbraba a ver a una o dos parejas corriendo porque no llegaban al restaurante o porque les cerraban el supermercado, algunas tenían a alguno de sus hermanos colgados del cuello o incrustados en un anillo en el dedo anular, otras no, pero eso no era malo, quizás aún no lo habían encontrado o quizás no estaban destinados. A él le gustaba pensar que esas parejas que no lo tenían lo buscaban a él, pero de momento eran ilusiones vanas. Ese día no pasó nadie por la plaza.

Pasó la hora de comer y la gente empezó a volver a la plaza, a caminar un rato antes de volver a casa. Observó los rostros que quedaban más cerca de la fuente y observó sus gestos y movimientos intentando memorizarlos, aún sabiendo que al cabo de unos pocos días, horas o tal vez minutos los olvidaría y sentía pena porque cada persona era especial y quería acordarse de todas. Entonces, se fijó en una mujer de gestos un poco torpes debidos al abultado vientre y la luz roja que procedía de él lo dejo ciego por unos momentos. Era una luz muy bella y matizada, tanto como la joya que la provocaba. Ese sí que era un sentimiento muy fuerte, el lazo que unía a los padres e hijos era irrompible. La vio tocarse la barriga con cariño, susurrándole, seguramente, palabras de amor a la vida que se estaba formando. No pudo contemplarla mucho más ya que solo pasaba de camino, no para quedarse. Sólo por eso el día ya había valido la pena.

Él día se fue acabando y la luna empezó a ascender por un cielo lleno de estrellas, como un orbe blanco de luz en medio de la oscuridad. La plaza se había quedado en silencio, después de un día lleno de palabras y risas, sólo se oía el movimiento del agua de la fuente cuando el viento la acariciaba y el ulular espontáneo de alguna ave nocturna. Él se preparaba para descansar cuando oyó un ruido a lo lejos, más exactamente la repetición de ese ruido. Miró la entrada de la plaza y se dio cuenta de que esa serie de ruidos eran unas pisadas. Un chico y una chica de veinte pico de años iban corriendo hacia la fuente.

- ¡No hace falta que corras! – le dijo la chica al chico casi sin aliento. El chico corría más que ella, así que giró la cabeza y le sonrió como toda respuesta.

Llegaron jadeando y cuando se apoyaron para ver el interior de la fuente pudo apreciarlos mejor. El chico tenía los ojos brillantes como si dentro de ellos estuviesen tirando petardos y las mejillas arreboladas por haber corrido tanto y, la chica tenía una enorme sonrisa en el rostro y las mejillas también rojas como manzanas. Se miraron y se sonrieron con complicidad.

- ¿Es éste? – preguntó ella, cuchicheando.

- Sí – respondió él - ¿A qué es bonito?

- Es el diamante más brillante que he visto nunca – dijo emocionada.

- ¿Ves? Te dije que era cierto, por eso la llaman la plaza del diamante…

- Que raro – él la miró interrogante – me extraña que nadie lo haya cogido antes. – el chico se limito a encogerse de hombros, tampoco lo sabía.

Y cuando ella alargó la mano dispuesta a cogerle de la fuente, él no pudo más que comenzar a brillar con emoción. No se lo podía creer, estaba sucediendo, ¡por fin! Lo cogió y lo apretó fuerte.

El tiempo se detuvo y pareció que el mundo se quedaba en silencio cuando él se dividió en dos y entro en el corazón del chico y la chica. Pensó que había valido la pena cada minuto de espera y que cada segundo de alegría que había tenido hasta ahora no era nada comparado con lo que estaba sintiendo en este mismo instante.

Mientras tanto, ellos tenían la boca semiabierta por la sorpresa y se miraban a los ojos, brillantes. Ella desató la cadeneta de plata que llevaba en el cuello, cogió un extremo y le hizo pasar por él. Después, se la volvió a atar y le apretó fuertemente con la mano, otra vez. La chica vio una mano extendida y levantó la vista sorprendida. Él estaba un poco avergonzado pero la mano estaba firme en su sitio. Ella la cogió con una sonrisa tímida en los labios y volvieron todos juntos a casa.

Antes de abandonar la plaza, el diamante sonrió y dijo adiós.

Aelita